domingo, 7 de agosto de 2011

CRONOLOGIA DE UN SUICIDIO

MIS ZAPATOS NUEVOS.

Hay compré mis últimos zapatos, porque también decidí dar mis últimos pasos, no tengo a donde ir ni quiero caminar mas allá de la vida cotidiana.
Mi mundo gira en sentido contrario al que todos van, por eso la distancia cada día es mayor entre mi y los que me miran alejarme.
No es posible regresar ni volver al principio, mirar hacia atrás es resistirse al avance.
Los ojos ya no miran, los oídos no escuchan, hay otro idioma incomprensible en el que todos hablan.
Es mejor el silencio por que no me equivoco, es mejor navegar a la deriva sin tumbo y sin bandera.
No se que irán hacer en casa con estos últimos zapatos que he comprado, tal vez se queden en un cajón con solo dos kilómetros andados.
Son de color café, la marca no recuerdo, los cabetes estorban así que no se amarran ni hay que doblegarse para atarlos.
Tengo ahí en un cajón otro par de zapatos que fueron de mi padre, él también un día se cansó de caminar y los dejó en un lugar donde nadie los vió ni cuando se hizo inventario en el juicio sucesorio.
Nadie los quiso, nadie los reclamó; yo me los traje a mi casa donde están desde hace mucho, viéndome por el agujero de la suela de vaqueta que les sirve de ojo.
Tal vez todos los zapatos tengan ese destino de quedarse quietos y no saber a donde ir a pesar de que su misión en la vida haya sido caminar y caminar.
El viejo decía que todas las cosas tienen una misión en la vida y que desviar su propósito era pervertir ese destino para el que fueron creados, como si las cosas tuvieran un alma o un dios diminuto a quien rendirle cuentas. Él era creyente y a veces oraba en silencio y a su modo, sin hacer letanías ni versículos memorizados.
Yo no tengo dios, ni vírgenes ni santos; creo con fe inquebrantable en mis zapatos viejos; no hay otros mejores pero ellos también me piden tregua. Yo soy su dios o lo fui hasta el momento en que decidí dejarlos también en un rincón.
Les fui fiel media vida de suelas completas hasta ahora que compré mis últimos zapatos que en poco tiempo se quedarán vacios y casi nuevos en el mismo rincón y fuera del inventario sucesorio del balance final.

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miércoles, 18 de febrero de 2009

REENCUENTRO

Es tu aliento agitado, como agitada brisa
Que vibra en el entorno de mi abrazo
Vuelve tu juventud, se detiene el ocaso
El otoño se aleja preludiando el orgasmo.

Veo que rejuveneces más allá del recuerdo
Se hace tersa tu piel, se hace breve tu espalda
Hay espasmos, temblores, convulsiona tu cuerpo,
Urgencias y turgencias, después de eso; la nada.

Ya no hay piel agitada, tu trémolo es remanso
Se hacen aguas tranquilas tus ojos azulados.
Regresan los diez lustros que estaban desterrados
Durante el tiempo breve que me enlazó tu abrazo.


Lunes, 03 de Julio de 2006

sábado, 24 de enero de 2009

RELATOS.

EL CRUCIFIJO

El día estaba lluvioso, como era usual en Jalapa, dos peones del panteón, abrían nuevamente la fosa donde había sido sepultada ella el día anterior.
Don Pablo, padre de Clau, a quien de esa manera abreviaban el nombre de Claudia, ocultando un gesto de dolor e incredulidad, permanecía inmóvil, expectante, con un rictus que pretendía convertirse en grito.
Claudia tenía solo 22 años cuando el hilo del destino le fue cortado por una enfermedad que los médicos no pudieron o no supieron diagnosticar oportunamente; en breves días se fue marchitando como una flor que deja de estar presente pero invade con su fragancia todo lo que le rodea.
Rodrigo, su eterno enamorado ahora lejos de ella y que había iniciado un tembloroso noviazgo unos meses antes, no encontraba consuelo ni reposo. Él había sido el que llamó a su padre el mimo día en que Clau murió, por que había tenido la terrible pesadilla de soñarla muerta y no solamente eso, sino que lo más grave de su premonición fue que en su sueño sabía la habían sepultado viva. Le pidió al padre de Claudia que la desenterraran, pero el padre de Clau se negó a que la exhumaran, ya eso había pasado y no quería repetir el terrible dolor de excavar el túmulo nuevamente solo para comprobar si el sueño de Rodrigo era cierto o no.
Si fuera cierto, causaría mas dolor aún, sentimientos de culpa, responsabilidades a los médicos y todos los que hubieran tenido que ver con la determinación de la muerte y la autorización de su sepultura.
Sin embargo Rodrigo insistió, pues a pesar de su ausencia por encontrarse en otra ciudad a muchos kilómetros de distancia, en su sueño veía a Claudia vestida de blanco, recostada en un féretro de madera y con un crucifijo de oro entre sus manos que descansaba sobre su pecho.
La descripción fue tan vívida que al padre de Claudia no le quedó duda que Rodrigo había percibido el suceso exactamente como había ocurrido; Toda la descripción que hizo de su sueño, hasta el mas mínimo detalle correspondía a la realidad; Entonces tomó la decisión de exhumar a Claudia, con leve esperanza de rescatarla viva, si es que aún le quedaba un aliento.
Por fin los peones llegaron al féretro y lo izaron hasta el brocal de la sepultura; los encargados del panteón, el representante de la autoridad municipal, y quienes tenían que participar por manda o por demanda, estaban ahí, y con expectación y cautela procedieron a desclavar el ataúd donde los restos de Claudia aún no alcanzaban reposo.
¡Horror!... Claudia estaba muerta, pero sus manos estaban crispadas y heridas en un inútil intento de abrir el féretro, tenía astillas de madera clavadas entre las uñas, los ojos abiertos demostraban un pavor indescriptible, la posición del cuerpo era distinta a como se le había enterrado.
Don Pablo cayó de rodillas sobre le barro humedecido por la lluvia, con un grito interminable que salía de lo más profundo de alma, como un estertor de fiera herida de muerte, era como el grito que debe preludiar al suicidio.
¡El crucifijo!... ¡El crucifijo!... repetía con un estribillo que rebotaba en los muros lejanos del panteón y el eco, tenebrosamente lo convertía en un ritornelo de lamento.
Rodrigo, tenía el rostro hundido entre las manos, sollozaba sin tratar de contener el dolor que lastimaba su alma; mesaba sus cabellos y sin hallar respuestas, solo decía: ¡Porqué... porqué... porqué... ¡
La autoridad presente constató la muerte de Claudia, levantaron las actas necesarias y ordenaron nuevamente la inhumación, todo entre susurros apenas audibles y los sollozos esporádicos que rompían el silencio, pertinaz como la lluvia menuda que no dejaba de hacer más lacrimoso el ambiente.
El crucifijo, el crucifijo no estaba, le dijo don Pablo a Rodrigo cuando caminaban hacia su casa.
- ¿Cómo? – contestó, no me percaté de ello, pero disculpe la pregunta, no era el crucifijo de oro que estaba siempre en la cabecera de la recámara de Claudia? .
- Sí ese era, dijo don Pablo, temo que hayan violado la tumba para robarlo antes de que nosotros exhumáramos el cuerpo, es muy valioso.
- No lo creo, Don Pablo, - pero si así hubiera sido, la verdad eso me tranquilizaría, por que explicaría por que Claudia estaba en posición distinta a como fue sepultada y quizá no hubiera sido enterrada viva como suponemos.
- Ojalá así hubiera sido, ya el valor material de la reliquia no importa.

Rodrigo se despidió de Don Pablo en la puerta de su casa, no quiso entrar a la casa, pues además que ya era tarde, había anochecido y prefirió ir al hotel, en el que estaba hospedado, llegó hasta la habitación con la imagen imborrable de Claudia dentro del féretro, y con la inmensa duda de que la tumba hubiera sido ultrajada para robar el cristo de oro.
Se preparó para acostarse y al momento de levantar las frazadas de la cama... Ahí estaba el crucifijo ensangrentado con el que Claudia había sido sepultada.
Desde ese día nadie volvió a saber nada de Rodrigo.


Xalapa Ver. a 2 de noviembre de 2002

Benjamín Garcimarrero O.

POMPOSITA.

Era muy viejecita, nada que recordara su juventud quedaba en su cara empequeñecida por los años y curtida por el frío, en sus ojillos alguna vez negros y ahora encortinados con el tul de las cataratas, quedaba el destello lejano del primer y único amor.
Tenía su rincón exclusivo en la Iglesia, ahí se sentaba sobre el mármol frío del piso y ahí contaba los minutos y las uvas de su rosario, hasta que se ocultaba el sol y el sacristán la enviaba a su casa.
Allá va encorvada, recogiendo "colillas" y sin hablar con nadie; parecía que a su alrededor nada existiera, sus palabras las guardaba para contar sus cuitas a los santos. No tenía hijos, ni nietos, ni bisnietos, ni tataranietos, ni choznos, la vida le había negado todo, hasta sus ilusiones habían muerto cuando se fue su juventud.
Ese día, ganado por la curiosidad, me metí a la iglesia, los santos se parecían a ella, inmóviles; masticaba una oración entre las encías que no alcanzaba a repetir el eco; en el rincón de siempre desgranaba el rosario.
--Pomposita-- le dije-- ¿no quiere usted rezar por mí? se me quedó mirando, más bien adivinándome.
-- ¿Ahora o cuando se muera? contestó como si estuviera segura de vivir más que yo.
-- Las oraciones se necesitan siempre... Pomposita ¿cuántos años tiene Usted?
Sonrió y las arrugas le cerraron los ojos.
-- No sé, cien o más.
-- ¿Y cómo ha llegado a vivir tanto?
-- Tal vez por el deseo de ya no vivir; cuando una se prepara para morir, lo más seguro es vivir mucho tiempo.
Tal vez me castigó Dios por que no cumplí la misión que nos trae a todas las mujeres a la tierra..... Hace muchos años, tuve un gran amor, el único... mi padre, rígido y celoso, jamás me permitió hablarle y cuando se atrevió a llevarme serenata, tuvo que huir bañado en agua caliente, no volvió a mi ventana, pero desde ella lo veía; todas las noches se paraba en la esquina a contemplar las estrellas, prendía un cigarro y yo desde el balcón era feliz mirando la lucecilla que como una luciérnaga me llevaba el mensaje de un amor imposible.
Un año fué así de ver el fuego del cigarro y así aprendí a fumar; a escondidas nos transmitíamos en el humo, lo que no decían nuestras palabras... Un día no llegó y desde entonces no volví a ver jamás su sombra; nunca supe como eran sus ojos, y lo único que me quedó, fue el vicio de fumar... Murió mi padre, quedé sola en el mundo, pero para entonces ya no era tiempo de inquietarme por el amor; no podía permitirme el lujo de tener un hijo sin el respaldo de un hombre, y me quedé para vestir santos... Yo creo que me castigó Dios por no darle mas angelitos, pero después de tanto rogar ya me habrá perdonado... Ahora espero la muerte con resignación, no creo que ella me desprecie también....
Hizo una larga pausa... Sus palabras siguieron sin luz, distintas, sin la viveza que el recuerdo les daba....
-- Dios te salve María.... Llena eres de gracia...
Hace algunos días, supe que murió Pomposita, ninguna enfermedad, simplemente la atropelló un coche que se echó de reversa, ella estaba agachada recogiendo una colilla, no la vió y la mató.
Ni el cigarro, ni los años, ni la humedad pudieron con ella, tenía que ser así... Quizá ya está mejor que desplumando aves en su Rosario.

México, D. F.
2 de Septiembre de 1997.

LA CARRETA

El cielo se desangraba con la punta del cerro clavada en el pecho y el ebrio Quetzalcóatl, hecho lucero, preludiaba el miedo nocturno de los niños.

Era la hora en que los viejos sienten frío, en que la llamada del Angelus anunciaba el atardecer.

Mis atardeceres de niño, tenían imágenes de un rebaño de chivas, que venían del camposanto y con su cencerro no lograban animar a los muertos; pero un día, se rompió la monotonía de aquellos plácidos atardeceres; llevaban a una mujer atada al redil de una carreta, gritaba y lloraba con desesperación golpeándose contra las estacas.
Reconocí a la mujer que vivía por ahí cerca, y que por las tardes iba a la Iglesia del Calvario, siempre a la misma hora.
Dos años antes se había quemado su casa mientras estaba en la iglesia, al volver encontró a sus dos hijos incinerados; la niña entre los restos de la cuna, el niño no pudo escapar de la casa que había quedado cerrada.
Era la misma que estuvo loca y que cuyo lamento nocturno ahuyentaba a los viandantes, la misma que cuando gritaba, los perros callaban y la luna se escondía; cuando cesaron sus gritos su consuelo fue regresar a la iglesia:
"Dios niño, yo se que mis hijos están contigo, juega con ellos y enséñales cosas buenas, cuídalos, que es mejor que estén en el cielo a que vivan sufriendo en la pobreza que les iba a tocar, con los malos ejemplos de esta humanidad que se pudre... que triste debe ser que los niños que pueden estar bien allá contigo, en el cielo, tengan que llevar una vida mísera y triste en este mundo, pero te prometo ayudar a quienes pueda".
Cuando salía a la calle, efectivamente ayudaba a los niños, veces con pan, veces con dulces, veces con centavos.
Un día, amaneció muerto un chamaco que vendía cacahuates, después otro, y las investigaciones policiales llegaron a la conclusión de que aquella mujer enloquecida, estaba en su locura ayudando a los niños que sufrían para que llegaran mas rápidamente a acompañar a sus hijos en la felicidad de la que gozaban en el cielo.
Aquel día ajeno a la vida, la vi pasar atada al redil de aquella carreta, la tarde aquella en que el cielo se desangraba con la punta del cielo clavada en el pecho, y Quetzalcóatl hecho lucero preludiaba el miedo nocturno de los niños.


Septiembre de 1977.

LOS REYES MAGOS.

Aquella noche, el reloj de Catedral dio la hora, porque siempre ha sido muy dadivoso, eran las siete de la noche y se precipitaba una ligera lluvia de esas menudas que mojan despacio pero eficientemente: el "chipi chipi" hacía recordar las épocas anteriores a que el "Cofre" fuera debidamente talado como Dios manda, por generosa familia xalapeña a la que debemos nuestro clima actual.
El reloj no dijo que era el cinco de enero, pero los calendarios ya no tenían cinco hojas. ¿El año?, ¡ah si! empezaba 1981.
Para entonces ya bien poco o nada quedaba del aguinaldo entregado a los mediados de diciembre, el que menos y el que más, lo tenía gastado antes de recibirlo.
Enero había entrado con la esperanza de una nueva inflación, al menos en los salarios mínimos, así que después de haber cumplido con la nueva tradición de los árboles navideños, los regalos y Santa Claus, originaria de Alemania, refrita en Estados Unidos y sancochada en México; la raza de bronce había quedado más luída que la reata de un pozo.
No por eso dejaba de ser cinco de enero, noche en que hacen su aparición los famosos Reyes Magos cargados de regalos.
Quien menos deseaba, pedía oro, incienso y birria; sí, aunque fuera un sólo taco de birria, el asunto era comer y llenar esa tripa que tenemos sin estrenar los mexicanos desde hace algunos años.
Los niños, a la usanza tradicional, colocaron sus zapatitos (los que tenían, porque los que no, solamente colocaron la carta llena de peticiones).
Melchor, Gaspar y Baltazar no se daban abasto para leer cartas... caballada flaca la de Melchor, camello famélico el de Gaspar, elefante a medio inflar el de Baltazar.
Llegó la noche; noche xalapeña friolenta y húmeda, noche de esperanza infantil que deja arenillas en los ojos y preocupación en los hijos; se revisaron todos los pecadillos del año por si acaso los reyes ofendidos no dejaban nada... Pero no, no había que temer, todos los niños habían sido buenos.
Los ojitos infantiles se cerraron y el mundo del sueño abrió sus puertas.
"No hagáis ruido" decíales Gaspar a sus compañeros y fueron visitando cada casa, sin distinción alguna, las casas ricas y las casas pobres, las de raja y tejamanil, las de teja y bóveda catalana, las de concreto y calicanto; las de paja y las del INFONAVIT.
A las seis de la mañana las calles, los parques, las avenidas, estaban pletóricas de gente; todos: niños, hombres y mujeres tenían una gran interrogación en sus rostros; ya eran las diez horas treinta minutos del día seis de enero de 1981, se oían comentarios y cuchicheos, nadie daba crédito a lo que estaba pasando pero conforme fue avanzando el día tuvieron que convencerse de la cruel realidad:
Melchor, Gaspar y Baltazar se habían robado hasta los zapatos de los niños.
Así está situación, y si eso hacen los reyes, que se puede esperar de los vasallos.

23 de diciembre de 1980.

LA PROMESA.

La vieja iglesia mocha y repintada, que tantas veces nos vio pasar tomados de la mano, nos vio juntos por última vez.
No sabíamos si nuestros ojos volverían a encontrarse por que cuando la distancia se mete entre dos corazones, lo de menos es la dirección en que se separan .
Sentía en el alma que llegara el olvido con su brocha gris mas rápidamente de lo que deseábamos.
Nos sentamos en una de las bancas del parque que, de tener oídos, habría escuchado otras despedidas, nosotros no podíamos hablar y ninguno tenía valor para romper el silencio, que se prolongaba una eternidad; solo pensábamos.
¿Sabes?, al fin dije - Dentro de mucho tiempo, tengo la seguridad de que nos volveremos a ver, no se cuanto, pero te juro que volverán nuestros ojos a encontrarse.
Callamos nuevamente y se hizo otra eternidad de silencio.
- Si pudiéramos dentro de diez años vernos aquí nuevamente, en este mismo lugar y en esta misma banca, volver a mirar los tejados de las casas.
- ¿ Y si alguno hubiera muerto?
- No importa que para entonces hayamos muerto, aquí nos veremos.
Sonreímos y fijamos las doce del día para la lejana cita, prometiendo que estuviéramos donde estuviéramos, tendíamos que cumplir la promesa de reunirnos ahí, por encima de lo imprevisto y de lo imposible, aunque ya no existiera el parque o nosotros mismos.
Pasaron los años y alguna vez una carta rompió la monotonía, unas cuantas palabras de cariño, otras de tristeza, las guardo aún y de vez en cuando revivo las letras ya borrosas.
Ayer se cumplieron los diez años, una hora antes de la hora fijada, la impaciencia me obligó a apresurar los pasos, salí de casa y tomé el mismo camino que nos vio juntos diez años atrás, parecían recordarme las piedras, las banquetas, el adoquín que se extrañaban de verme sin ella, aún no era la hora, la iglesia mocha me adivinó la impaciencia y penetré en ella, observé los santos y concentré mis pensamientos en el recuerdo, me alejé del mundo y se perdió la realidad.
No se que tiempo pasó, pero cuando volví en mi, miré el reloj y era la una de la tarde, salí con la angustia anudada en la garganta, estaba solitario el parque y en la vieja banca de la cita, había un niño que esperaba con un papel donde alguien había anotado una dirección, me dijo que una señora de negro me había estado esperando, se impacientó y se fue, pidiéndole que me entregara el papel si llegaba.
Las lágrimas me emborronaron las letras, pero en fin, leí que en un poblado cuyo nombre no viene a cuento, estaba ella. Sentí la pesadumbre de no haber cumplido y decidí ir al lugar.
Llegué cuando empezaba a pardear la tarde, pregunté por la calle y el número que buscaba y cuando por fin lo encontré, no podía creerlo, un frío estremecimiento corrió por mi espina dorsal y un presentimiento me invadió el alma, era un panteón.
Entré y como si una voluntad ajena y mágica me guiara, me dirigí a una tumba, sobre la loza estaba su nombre, hacía dos años que había muerto... y había ido a cumplir su cita.

Septiembre de 1997.

BUGAMBILIA

Era un callejón, refugio de golondrinas errabundas, poemas alados; callecilla retorcida, llorosa o soleada.
Sobre la barda, ella asomó los ojos entre las ramas de una bugambilia, su cabellera estaba llena de flores; nunca supe su nombre, preferí recordarla como "Bugambilia".
La amé pensando en las tardes lluviosas, en las mañanas de niebla, en las tardes de vaho y sapos, era aún tiempo de capisayos y caballos, eran noches de espejos de agua donde se quebraba la luna y se multiplicaban las estrellas, era tiempo de calma brumosa, párpados húmedos y narices frías.
Todo el tiempo la amaba, cada momento vivo y emotivo anhelaba tenerla cerca, a veces le señalaba los nidos tibios entre las ramas de los limoneros; soñaba con meter los pies desnudos en el agua del arroyo... Nunca le hablé, solo atreví una carta venturera que dejé en el correo florido de la bugambilia.
- "Bugambilia:
No sé como te llamas y tal vez no importe saberlo, he visto tus ojos y tus manos, en sueños me atrevo a ver tu alma entera y he decidido amarte, te amo en el silencio que no desilusiona, en la fidelidad de un pensamiento, te amo entre flores, entre golondrinas, sin conocer tu nombre con solo ver tus ojos, te amo como la imagen de la tarde.
Deja que te adivine y piensa que hay alguien que te ama, por haberte visto solo una vez.
Siempre."
El mismo correo me trajo una carta de ella, sorprendente, solo contenía una hoja completamente en blanco, como si me hubiera querido decir que no quería romper ese silencio en el que crecía mi ilusión, como si supiera que el silencio es el mejor mensajero de dos almas que se aman en secreto. Se hacía cada vez mas bella en mi imaginación y solo una palabra, menuda y redonda, con letra femenina, repitió: "Siempre", era un siempre mas claro, mas profundo, con mas significado que el mío, mi palabra había sustituido una firma; la de ella, un universo.
A la palabra “siempre”, se le pueden agregar todas las demás, todos los sentimientos, todos los pensamientos, es una copa en la que cabe el mar, en la que cabe el tiempo y en la que cabe la eternidad... siempre, siempre...
Pasó el tiempo, intenté otras cartas, las de ella, blancas, con esa única palabra: "siempre".
Todo era silencio en el vagón, la noche pintó de negro las conciencias y el sonido del tren ya no se escuchaba de tanto oírlo, algo inquietante había en el ambiente, como si presintiera una tragedia; la tensión aumentaba llena de silencio, se hacía vibrante como una campana.
El tren empezó a disminuir la marcha muy lentamente, las luces lejanas se iban deteniendo cada vez mas por las ventanas del tren; curioso fui a la cabeza de la máquina para indagar que ocurría:
- ¿Qué sucede?, le pregunté al maquinista.
- No sé, algo a lo lejos, como una sombra, nos hace señas que nos detengamos, pero hace mucho rato y no podemos llegar al lugar donde se ve, cada vez está mas adelante de nosotros, siempre a la misma distancia, no lo alcanzamos, no podemos llegar al lugar.
- Y ¿Cómo es?
- Como una sombra, le digo, o como si una persona con banderas blancas o algo en los brazos sube y baja las manos, veces con lentitud, veces rápidamente, pero no podemos alcanzarla.
- ¿Por que no se detiene y vamos a ver?, los pasajeros vienen inquietos como si presintieran algo malo.
La máquina se detuvo por fin, se les pidió a los viajeros que no abandonaran sus lugares, el maquinista, un garrotero y yo, caminamos un trecho por la vía, adelante del tren, nuestras sombras se proyectaban largas como los rieles, no encontramos a nadie... llegamos a donde debía estar el puente, pero no había puente, había caído al fondo del barranco y allá abajo lo lamía un arroyuelo.
Nos alegramos de habernos detenido, pues de no hacerlo, el desastre hubiera sido fatal. Ellos dieron gracias a Dios y yo invoqué a la suerte y al destino, algo o nada nos había hecho detenernos y nos había salvado.
Regresamos sobre nuestros pasos por la misma vía, con la noche jugando paralelas sobre los rieles y el gran fanal del tren proyectaba una luz intensa pero extraña, llegamos hasta el y una mariposa estaba pegada en el fanal, con las alas moribundas, de vez en cuando las movía, con la agonía prendida en ellas... nos vimos unos a otros... eso era, volteamos hacia el haz de luz y se proyectaba la sombra que al ritmo de las alas de la mariposa hacía señas como si quisiera detenernos, un sentimiento de culpa nos invadió sin decírnoslo, la mariposa agonizaba y había salvado nuestras vidas.
La tomé y la guardé con cuidado, pensé en llevársela a ella como un regalo, una mariposa que nos había salvado.
Al día siguiente pasé por la calleja aquella, llevando la intención de dársela en su propia mano y hablarle por primera vez; un crespón negro en la puerta me hizo estremecer, busqué sus ojos entre las flores, no estaba, ella se había ido, me dejó una eterna tristeza.
Guardé en un pequeño alhajero las cartas, los recuerdos y la mariposilla aquella, el tiempo se fue, volvieron las tardes olorosas a sapos, volvió a florecer la bugambilia, se volvieron a humedecer mis párpados, y una tarde, al sacar el alhajero de los recuerdos, pensando encontrar el polvo de la alada salvadora, abrí la caja y en ella estaba un manojo de cartas y una bugambilia, fresca, como recién cortada; ella se fue en las alas de una nocturna mariposa la noche que salvó mi vida y se había revertido a su principio: "Bugambilia"


Septiembre de 1997.

DOÑA TEODULA

A. BENJAMÍN GARCIMARRERO OCHOA

Doña Teodula era una madura mujer que vivía en el mismo pueblo en que pasé gran parte de mi niñez, el recuerdo que de ella tengo es claro, aún cuando solo la veía esporádicamente dirigirse a la iglesia a la carrera y desplazándose pesadamente por ser bastante gorda; a pesar de todo tenía un ¡Que se yo! Que les despertaba la feromona a varios desesperados que pretendían hacerle el amor y otros que querían comprárselo ya hecho, quizá su cochambroso vestido viejo y despintado les atraía, o su olor por no bañarse todo el invierno y otra gran parte del año.

Y sucedió, que como en los pueblos el chisme es el mejor deporte, y este no era la excepción, todos estaban enterados del cotidiano acontecer, como no había periódicos, los vecinos recíprocamente se hacían la comidilla del día, por eso, aún sin querer me enteraba los chismes.

Empezó a decirse en el pueblo que doña Teodula engañaba a su marido con el señor cura; ¡”Ah sacrilegio”! Comentaban unos ¡”Ya me lo suponía”! Decían otros el único que nada decía por no estar enterado era su marido.

¿Cómo se había sabido aquello? Pensaba ella, -“si he tenido buen cuidado de guardar el secreto”- le repetía al cura del lugar que ciertamente era cómplice de las liviandades de Doña Teodula y de la cornúpeta de su cónyuge.

Todo el pueblo estaba consternado pero no de los amoríos del cura y de doña Teódula, pues este tipo de sucesos entre religiosos y devotas ya son normalmente vistos en los pueblos, lo que si les impresionaba y no se explicaban era como el señor sacerdote podía haberse fijado y dar sus favores a tan horrorosa, gorda y cochambrosa señora; esto si era raro pues sabido es que los prelados las prefieren jóvenes, bellas y sobre todo limpias, pero este era un caso inédito digno de Ripley o del Record Guines, a lo que conjeturaban que quizá Doña Teodula fuera distinta ya sin ropa o vista por el ojo de una cerradura, otros afirmaban que en su casa no se bañaba pero en el curato si, y los más perspicaces afirmaban que daba muy buenas limosnas a San José; sin mencionar que San José era tocayo del señor cura, al fin de cuentas el pueblo sabía que ella iba a misa todos los días y al rosario por las tardes y “Don Bucéfalo” apodo que le habían puesto al cónyuge creía que su mujer iba con santa devoción a la iglesia.

Poco tiempo después Don Buce empezó a sospechar de su devota mujer por algunos indicios que nunca faltan, pero naturalmente no imaginó quien era su socio hasta que se lo contó el propio sacristán de la llovida iglesia, quien se enteró precisamente en una ocasión en que Don Buce le prohibió a su mujer salir mañana y tarde con el pretexto de ir a misa o al rosario; ella no tuvo más remedio que obedecer y tratar de comunicarse con don José el Párroco por algún medio, así que valiéndose de las hijas de su comadre Teodora la regatona, que tenían cinco y seis años de edad, les pidió que le llevaran una limosna a San José y un papelito tomando en cuenta su inocencia y que no sabían leer. Les explicó que San José era un “viejito” que estaba en uno de los nichos de la iglesia y sostenía un niño sentado en el brazo izquierdo y en la mano derecha portaba una varita de nardo floreciente, desde luego no les explicó el significado del nardo que representó en el cristianismo primitivo la potencia sexual de San José puesta en duda en alguna ocasión. Les recomendó que en la alcancía que estaba al pie del nicho le depositaran los cinco pesos y la oración escrita.

Las inocentes niñas llegaron a la iglesia y la recorrieron toda buscando un santo viejito que correspondiera la descripción que les había dado Doña Teo, por más vueltas que dieron no lo encontraron en razón de que el sacristán lo había quitado para ponerle un vestido limpio cosa que raramente ocurre en las iglesias de pueblo, por fin al fondo del sagrario vieron la imagen de una virgen que tenía también un niño en los brazos y supusieron que doña Teodula se había equivocado y que no era un santo sino una santa así que pusieron en la alcancía al pie de la imagen solamente un peso y el papelito con la supuesta oración; al salir de la iglesia las niñas encontraron al sacristán colocando a San José en su lugar y al percatarse que era el que les describió Doña Teodula preguntaron para confirmar si ese era San José, el sacristán les dijo que si y entonces se volvieron a donde estaba la imagen de la virgen para pedirle el favor de que cuando se encontrara a San José en el cielo porque estando haya los dos tendrían que verse, le diera el recado de doña Teodula y los cinco pesos. Después pensaron que habían esquilmado a la virgen porque solamente pusieron un peso en la alcancía y ella iba tener que poner cuatro de su bolsa para darle a San José.

El sacristán después de escuchar la petición de las niñas se apresuró a sacar el dinero que entonces si valía y encontró que había solo un peso envuelto en el mensaje que decía: “José, no se que hacer con el borracho de mi marido te mando cinco pesos para que hagas una misa y reses para que se muera. Tuya hasta la hora y en la hora de nuestra muerte, amen”. Tedoula.

El sacristán corrió con el chisme a todo el pueblo enojado por el fraude que le habían hecho y cuando se lo contó al marido de Doña Teodula fue tal el enojo y la pérdida de su fe, que Don Bucéfalo murió amarillo por la bilis y sin querer confesarse para recibir la extrema unción.

Algunos días después a raíz de la muerte de Don Buce doña Teodula fue a ver a su comadre Teodora la regatona y le dijo: “Lo que es la fe comadrita San José hizo el milagro de quitarme el estorbo de mi marido gracias a la limosna y al papel que sus hijitas, con sus almas inocentes llevaron de mi parte, a la iglesia”.

Las niñas una a otra se dijeron: “Ya vez como no nos castigó Dios y ahora ya sabemos que la virgen hace los milagros más baratos que San José de ahora en adelante hay que pedirle a la Virgen”.

Así fue como sin rezo y sin misa se cumplió el milagro que pidió la liviana Teodula y con lo que yo me deje en el alma la duda, si no serán así todos los milagros.


Jalacingo, Ver., 24 de diciembre de 1958